Se han conocido hace media hora, en un bar, ahora están en la casa de él, en una buhardilla acondicionada como mazmorra. La mujer, en el suelo, comienza a llorar. El hombre la coge del pelo y la arrastra hasta una esquina donde le arranca la ropa. La mujer intenta resistirse, pero el hombre sigue golpeándola por todo el cuerpo mientras hace jirones de la tela, arrancándola, rompiéndola, destruyendo cualquier atisbo de lo que la mujer era antes de entrar allí. La mujer queda desnuda en el suelo, el hombre la observa. ¿Quién es ella? Se han encontrado media hora antes, en un bar, apenas han cruzado cuatro palabras para confirmar lo que llevan hablando durante semanas. Se han enviado decenas de correos electrónicos acordando lo que va a suceder. Lo que ahora mismo está sucediendo. La mujer tiene alrededor de cincuenta años, es alta y delgada, hermosa, aunque su rostro refleja un cansancio que ningún maquillaje puede ocultar. Lleva casada treinta años, todo ese tiempo cuidando de su marido, de sus tres hijos, de su casa, ocupándose cuál perfecta cenicienta de que los demás alcancen la felicidad a costa de la suya propia.
Deseando que llegue un día en que alguien haga realidad lo que sucede en sus sueños. ¿Por qué cada noche sueña con ser, humillada y golpeada por un desconocido? Desde hace demasiados años que esa fantasía la posee, sin poder escapar a un deseo ahogado por las circunstancias. Hasta hoy. La mujer encontró a ese hombre en internet, una noche que, desde su teléfono móvil y sentada en la taza del lavabo, navegaba por páginas y más páginas de temática BDSM.
Durante semanas se ha intercambiado correos electrónicos con ese desconocido, contándole sus sueños, negociando cuanto sucederá. La realidad del compromiso es más simple de lo que habría imaginado: nada de golpes en la cara, nada de sangre, nada de marcas. El hombre la está golpeando en el estómago, retuerce sus extremidades, tira con fuerza de su pelo, la escupe, la abofetea. Nada de todo eso le dejará marcas, pero desea más. Desea que aquel desconocido la use sin contemplaciones. Ahora, desnuda y atada a una mesa, boca abajo, espera que suceda cuanto ha fantaseado que suceda, cuanto han acordado. Y sucede. La mujer cierra los ojos mientras varios vibradores entran en su boca, en su coño, en su culo, todos al tiempo, cada vez más grandes. El amo le escupe en el rostro mientras le recuerda que ella es solo un objeto. La mujer llora de emoción, llora de alegría. Siempre ha sido un objeto para ser usado por los demás, pero ahora sucede por decisión propia. De repente los vibradores salen de su cuerpo y puede sentir al amo colocándose sobre la mesa, encima de ella. La mujer aprieta los dientes, va a suceder. Durante toda su vida se ha negado a que ningún hombre la sodomizase, negándose a que utilizasen su culo para el placer ajeno. No por miedo al dolor, no por miedo a la humillación, la clave de su negativa, de la misma manera que la llave de su placer es infinitamente más simple. Ha estado toda la vida evitando ese momento con personas comunes, esperando que llegase la persona adecuada. Y ahora está ahí, abriendo sus nalgas y escupiendo en su culo, dispuesto a penetrarla analmente. En sus fantasías, la mujer se retuerce de dolor mientras un desconocido la sodomiza con fuerza. En sus fantasías la mujer, resignada, llora de dolor mientras alguien usa su culo. Desea con todas sus fuerzas que eso suceda, pero regalarle su culo a su marido habría sido una pérdida de tiempo. En primer lugar, porque su marido no lo merece y en segundo lugar porque con su marido no se hubiese sentido libre para llorar, gritar o retorcerse de dolor. Que es cuanto desea que suceda ahora mismo.